Iros a Cracovia. Varsovia no tiene nada. Es fea, gris y aburrida. Así, una y otra vez. Pero no sé qué pasa con estos sitios “menospreciados” que nos suelen caer bien… y Varsovia no fue una excepción. Sí, puede que Cracovia sea la joya de Polonia pero hay que recordar que los diamantes en bruto son las piedras más preciadas y Varsovia resultó ser un diamante a todos los efectos.
Eso sí, te lo tienes que currar, ¿eh?. Tienes que escavar a fondo. Tienes que ir más allá de las apariencias. Quitando el casco histórico, no podemos decir que Varsovia sea una ciudad bonita, de esas que te entra por los ojos a primer intercambio de miradas. Su pasado soviético sigue allí presente. Tocho. Gris. Exagerado. Cuadriculado. Pero basta fijarse en los detalles para encontrar pequeños tesoros.
Y fluye, Varsovia fluye como el Vístula, su río de color marrón o verde, dependiendo un poco del tiempo, dependiendo un poco de lo que le va. Porque él, como su ciudad, tiene mucho carácter. Y es algo esquizofrénica, todo sea dicho. Vas al barrio de Praga (en el pasado, uno de los que peor fama tenía de la ciudad) y saca su vena hipster… pero no te creas que es una Williamsburg, una Shoreditch o una Malasaña. Que va. En cuanto te despistes, el hipsterismo desaparece para dar paso a un mercadillo destartalado donde se podían comprar incluso armas ilegales! Que seguir las modas está bien, pero tonterías las justas. Aquí lo mismo entras a tomar una copa en el pub Absurdum (se llama así, lo juramos) y sales a las tantas perdido en un patio medio abandonado con altares de vírgenes y marcas de balas, recuerdo del levantamiento de la ciudad durante la II Guerra Mundial.
Varsovia nunca llegó a quitarse el recuerdo de la guerra. Ni lo intentó. Porque no quiso hacerlo. Somos lo que somos gracias a lo que fuimos. Y la guerra hizo de Varsovia la Varsovia que hoy se muestra. Así lo enseña el Museo del Levantamiento, todo un imprescindible. Así lo enseñan las miradas de ojos azules de las abuelas. Así lo enseñan los muros acribillados de balas. Pero una cosa es no olvidar y otra es no avanzar y Varsovia sí que avanzó. “Débil” no es una palabra que encontrarás su idioma. Puede que su símbolo sea una sirena, pero amigo, es una sirena con escudo y espada. Preparada para la lucha. Preparada para la muerte.
Varsovia es como sus neones: consigue brillar incluso a través de la niebla más densa, y dar un toque de color hasta al día más gris. Varsovia es diurnos de Chopin y rock duro, es vodka y chocolate caliente, es pivo y licor de cereza. Es un idioma imposible. Es flores en verano y nieve en invierno. Es blanco y negro. Y esto no tiene precio.
Varsovia es para todos y por todos. Anacrónica. Miras a la izquierda y estás en plena Guerra Fría, miras la derecha y estás en la Edad Media. Miras hacia arriba y los rascacielos te devuelven al presente. Miras al suelo y… bueno, no, en Varsovia no se perdona mirar al suelo!
Y caminando y caminando puedes llegar al Museo del Comunismo o el de la Historia de los Judíos Polacos. O a un mercado lleno de comida étnica y biológica. O te emborrachas con ríos de cerveza al lado del río de agua. Subes a la terraza del Palacio de Cultura y Ciencia o te encierras en un viejo cine.
Y luego están los bares de leche (bar mleczny), vestigio soviético como el que más, donde por unos pocos zlotys, puedes comer sopa de remolacha y codillo que podrían alimentar a un t-rex hambriento. Y los pierogis, la versión polaca de los dumplings chinos. Rellenos de queso. De carne. De verdura, de setas y hasta de fruta. Rellenos de amor del bueno. Del que engorda porque estas feliz. Del que agranda el estomago y el alma.
¿Que Varsovia es fea? Si es así, que se mueran los guapos. Reivindiquemos lo imperfecto. Lo defectuoso. Lo interesante y lo diferente. Si quieres un lugar donde todo esté a medida de Instagram, no vengas. Si quieres un lugar que rebosa verdad, no lo dudes: Varsovia te espera.
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